30 abril 2007

Capital de contrastes

Al otro lado de mi calle de estrato 4, en pleno corazón de Bogotá, hay una casa armada con materiales diversos: algunos maderos, techo de zinc y una puerta torcida, puesta al azar allí. Tras sus muros se encuentra paradójicamente, la inmensa Pontificia Universidad Javeriana, una de las más afamadas de Colombia. Más adelante una casita amarilla y pulcra, señala en el letrero su razón de ser, es una “Tienda y Ferretería”. Su propietario siempre nos saluda con un sincero “vecino, qué necesita”. Allí alberga desde pan fresco hasta cable para hacer extensiones a 7 mil pesos. Atiende con su esposa este depósito de artículos de primera necesidad, y cuando no hay clientes, toca en su acordeón alegre, ya sean vallenatos o alguna música de moda. Más abajo está el restaurantico de la calle 45, y el señor encargado recibe animado a sus muchos comensales al mediodía, ofreciéndoles comida casera en gran cantidad y a precio minúsculo.

Subiendo, justo al lado de mi edificio, está el Mercado de la 45. Allí hay que ir para agradarse con el surtido de vegetales y alimentos varios, y adquirir lo que se busca. Si hace falta algún ingrediente de última hora, cuando se está en plena preparación del almuerzo, por ejemplo, sólo hay que bajar dos minutos, y estará el problema resuelto. Y si estoy empijamada y la intención no era salir, el mercado tiene un servicio alcahuete a domicilio, que lleva los pedidos, así sea a tres metros del negocio. En el patio de este mini mercado hay dos gallos que de forma insólita cantan todo el día. En pleno centro de la ciudad los sonidos son campestres.



Frente al mercedes que transita lujoso por la Carrera 7ma. circula dichoso un zorrero, un señor de rostro cansado, arrugado por el sol. Lleva ágil su caballo, el que lentamente mueve la carreta donde se dispondrá todo el material que pueda reciclarse de la basura de la ciudad. El conductor de este típico y llamativo medio de transporte sabe que, aunque no gane mucho dinero, su rol es tan necesario que día a día se levanta animoso a cumplir el mismo recorrido por las calles citadinas. Él recolecta, clasifica y traslada los desechos reciclables de buena parte de los 8 millones de habitantes de Bogotá. Ese es su cargo y al mismo tiempo su motivación de vida.

Justo e
n la enorme y cosmopolita Avenida Chile –en la calle 72- una indígena de pequeña estatura, vestida con su falda negra amplia, y su sombrero del mismo color, vende a pleno sol, bufandas y guantes bordados. Busca con su mirada tímida otros ojos que se interesen por la variada y necesaria mercancía que exhibe ordenada sobre una manta extendida en la acera, por la que a diario ejecutivos de traje y corbata y elegantes señoras caminan presurosos contando los minutos disponibles, haciendo cuentas, y eligiendo -entre las diversas opciones- el café de moda al que acudirán a almorzar.

Bogotá es ante todo una ciudad de crudos contrastes, y día a día nos vemos asistidos por gente que no puede disfrutar de las bondades del sistema, de las famosas ventajas del capitalismo: la casa espaciosa, los carros, el celular con funciones de ordenador, la ropa de marca, la oficina con cuadros de Botero en el punto más chic de la ciudad, la universidad prestigiosa, y los cursos de especialización en el exterior. Ellos, quienes con actitud de guerrero, se levantan a diario a cumplir su jornada de trabajo, nos asisten sin preguntas, nos brindan comida casera, una ciudad menos contaminada y contaminante, y bufandas -con sus guantes- para el frío.

Le escribo hoy a quienes han sido desplazados por la mala interpretación que han hecho nuestros gobiernos del capitalismo, del socialismo, de la socialdemocracia, o de cualquier modelo político que se haya tratado de implantar en nuestros países ricos en recursos y enormemente pobres en la distribución de oportunidades. Le escribo a quienes a pesar de todo sonríen a diario, porque están conscientes de que ser no es lo mismo que tener, y que tener no es sinónimo de felicidad.

Le escribo también a quienes se sienten incluidos, sabiendo que forman parte de un grupo pequeño, limitado, impotente frente a la voracidad del sistema que afecta a otros. A los que sufren de estrés, y pagan con creces su casa grande, y la universidad cara a la que asisten sus hijos.

Escribo para ver si genero ideas lógicas que me expliquen este paisaje desigual que vemos a diario, y frente al que prácticamente nos quedamos impávidos, porque no tenemos idea de cómo contribuir, de cómo mejorar las parcelas vecinas. Estoy segura de que esa gente de rostro amable con la que nos cruzamos por la calle, aquella gente que nos ayuda a diario, buscando su bienestar y propiciando el nuestro, sabe qué es lo que debe cambiar. Ellos tienen las respuestas.



NOTA: La foto del zorrero es una cortesía de Eleonora Zuleta, tomada en su viaje a Colombia en enero de 2007.

27 abril 2007

Los números amables

Calle 41 con 7ma o carrera 51 con 127-70. En Bogotá las calles y avenidas tienen números. Esta parece una apreciación infantil para todo el que venga de un país en el que también se nombren las calles con números, pero para nosotros los venezolanos, Bogotá es la ciudad de los números en cada esquina. Una de las ventajas de tal nomenclatura es que resulta muy fácil cualquier actividad que implique reconocer la ciudad, sea buscar apartamento, encontrar la universidad, ubicar un centro comercial, llamar a la línea de taxis más cercana, etc, etc, etc. Créanme, no es broma, de donde vengo las direcciones se dan con dibujos y nombres de próceres, así que ubicar en una dirección a un extranjero -o a un coterráneo de otra ciudad- puede tardar de 5 a diez minutos, siendo ágiles. Esto es porque debes contarle las características de todo lo que verá en su recorrido hasta el sitio al que quiere ir: "Vas a ver una calle a la derecha, por ahí no te metas", "vas a ver un árbol grande y frondoso, ahí no es", "vas a ver un edificio gigante que es una clínica, ahora es que te falta llegar", y poco a poco puedes darte cuenta de lo mal que dibujas mapas, de cuán bien conoces tu ciudad, de tus habilidades descriptivas, y sobre todo, de que es muy difícil dar una dirección. El punto de referencia que puede servir a quien llega por primera vez a Bogotá, está situado al oriente: las montañas. Junto a sus faldas está la Carrera 1era., y de allí hacia el occidente están las siguientes. Hay aproximadamente 400 calles que atraviesan Bogotá de norte a sur, por lo que quizás haya recorrido en mi corta estadía unas 200. Del norte al centro hay 200 calles aproximadamente y luego comienza de nuevo la cuenta desde la Calle 1 sur en adelante. Es sencillo, muy sencillo esto de ubicarse en Bogotá. A pesar de que mi brújula interior parece haber estado dañada siempre, he formado un pequeño pero preciso mapa conceptual en mi mente de las direcciones a las que necesito ir, las del día a día, o las nuevas e intrincadas, así que me es fácil visualizar dónde están carullas, carrefours, éxitos, librerías, bibliotecas, restaurantes, sitios nocturnos, peluquerías, cines, museos, ferias artesanales, artículos de ferretería, sitios especializados en computadoras, abastos y demás lugares que hacen muy sencilla la cotidianidad capitalina.

La Llegada


Durante muchos años quise venir a Bogotá. Era inevitable que al llegar de vacaciones a Colombia quisiera conocer la capital del país, y eso nunca ocurría. Era en aquellos tiempos adolescentes cuando las decisiones sobre itinerarios y destinos eran tomadas por mis padres y aceptadas por mí. Algunos años pasaron desde ese entonces, hasta que decidí venir a estudiar acá. No sólo podría especializarme en un área de interés para mi profesión, sino que permanecería por algún tiempo en esta ciudad que siempre me ha parecido sumamente atractiva. Llegué a Bogotá en enero. Fue un enero de clima cálido que fácilmente podía comparar con el de Caracas, agradable, fresco, con algunos momentos de calor al mediodía. Pero lo que más recuerdo es que llegué entusiasta, como aún lo estoy, con la idea de probarme en un territorio distinto al de mi zona de confort, en una gran ciudad, lejos -físicamente- del cobijo familiar, fuera de las fronteras de mi querida provincia de Valencia. Y en esas ando...Dejé en Venezuela a muchas personas que quiero, y -gracias a la tecnología- existe el messenger para sentirme siempre cerca. Para mi dicha he estrechado vínculos con mi familia en Colombia y, además, mi experiencia se ha visto enriquecida con la presencia de mucha gente que, como yo, vino a esta capital a cumplir metas, a buscar lo que en sus sitios de origen no encontraron, a probarse en las grandes ligas. A todos ellos los considero amigos porque las circunstancias han permitido que afloren -en muy corto tiempo- el apoyo mútuo, las afinidades y, por supuesto, el tiempo de deleitarnos con cada cosa que vemos, con cada descubrimiento de la ciudad, con sus espacios de encuentro.