28 mayo 2007

Lecturas difusas

Mi hábito de la lectura podría ser descrito como bueno a ratos, a veces inconstante, instintivo o azaroso. Disfruto de la lectura pero es más bien un no-hábito, por la fuerte dosis de indisciplina que lo acompaña.

Obviamente, siempre me culpo por no leer lo suficiente. Muchas veces termino recorriendo los mismos libros, porque -para rematar- tiendo a olvidar sus contenidos, así que suelo detenerme nuevamente en lecturas realizadas años atrás.

Creí que al venir a Bogotá, una ciudad repleta de bibliotecas y museos, mis itinerarios diarios incluirían algunos de estos destinos. Pero, no he seguido el plan al pie de la letra. Aún no conozco la Luis Ángel Arango. Ni siquiera he ido a la biblioteca de la universidad, que -me cuentan- es muy completa, y además tiene una colección de películas grande, actualizada periódicamente.

Si aún parece perdonable el pecado, debería contar que vivo tan cerca de la universidad que si me caigo de la cama probablemente llegue a la biblioteca.

Para exculparme, decidí hacer un post al respecto, y empezar mi investigación, a manera de agenda para cumplir en los próximos meses.

La Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República es un centro cultural que además de libros posee un cronograma variado de eventos musicales, exposiciones de artes, talleres para escritores, entre otros.

Tiene a la disposición del público un catálogo de materiales digitales. Las personas que quieran saber más sobre la biblioteca pueden entrar en http://www.lablaa.org/

Muchas historias me han contado sobre este lugar. En los años 70´s los jóvenes entraban con sobretodos que les permitían llevarse los libros sin ser vistos. Era casi un reto hacer esto. Es una de las primeras bibliotecas en Latinoamérica que automatizó la búsqueda de sus libros, haciendo más fácil la ubicación de cualquier volumen entre los cientos de libros agolpados en cada uno de sus siete pisos de puro conocimiento.
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Datos adicionales: Dirección de la Biblioteca: Calle 11 No. 4-14, Bogotá. Teléfono: 34312 12
Horarios: Lunes a sábado de 8:00 a.m. a 8:00 p.m.
Domingos de 8:00 a.m. a 4:00 p.m.

Nota: la imagen de la mujer leyendo en el mar muerto es de http://www.newsbbc.co.uk/; El cuadro Mujer Leyendo de Fernando Botero es de la página www. prematuros.cl; y la fotografía de la biblioteca es de http://www.hiapa.org.ar/

23 mayo 2007

Bogotá, a punto de nieve

A las doce del mediodía de hoy, luego de una mañana no muy soleada, era imprevisible que en los cielos se estuviese fraguando la granizada vespertina.

Como un Londres en Latinoamérica, así es Bogotá. Es aconsejable tener entre los artículos de mano un paraguas, pequeño preferiblemente, para no andar peleando con el objeto inservible cuando no llueve.


Quienes se precian de meteorólogos empíricos, esos que dicen desde temprano “hoy lloverá” y de vez en cuando la pegan, no me adelantaron que caería granizo.

Yo escribía a esa hora, escuchaba -por vigésima vez en lo que va de año- la canción Strawberry Fields Forever de Lennon y McCartney, y el golpeteo en la ventana me distrajo, invitándome a mirar…

¡Era granizo!


Luego, durante los 15 minutos que aproximadamente duró el evento, me quedé fascinada en mi ventana. El techo del carro rojo de algún residente de mi edificio estaba repleto de hielitos. Una señora mayor, del ancianato vecino, fue mi cómplice en la contemplación del hecho. Admirábamos la repentina manifestación meteorológica.

Pensé en las personas que estaban caminando tranquilas por la calle cuando se encontraron con el intempestivo bombardeo de hielo, como si atravesaran el freezer de una nevera de escarcha. Pensé en la grama –ahora blanca- por la capa de hielo a punto de derretirse ¡Impresionante!

Revisé en Internet y encontré que en el cielo de Bogotá hoy unas gotas de agua, aún líquidas estaban sobreenfriadas a temperaturas por debajo de su punto normal de congelamiento. Esta agua sobreenfriada chocó en la nube con otras partículas heladas o granos de polvo, permitiendo así la congelación. Y lo que hubo fue una tormenta moderada que cayó en forma de granizo.

Ahora le sumo otra característica a mi Bogotá soñada. Es la ciudad del clima temperamental.
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Nota: Las imágenes son de www.todoenseguros.net; www.fao.org; www.viarural.com.ar; www.arrecifes.blogia.com. La muchacha de la ventana no soy yo.

21 mayo 2007

Algo sobre la movida nocturna

Estoy en el parque de la 93 con unos amigos, decidiendo qué lugar será el elegido para la rumba del sábado. Optamos por el Salto del Ángel, la disco “play”, como llaman los bogotanos a lo más sifrino. Las Mercedes en Bogotá. Entramos. 10 mil pesos de cover garantizan la rumba de la noche. La música es variada, y la gente también. Todos tienen cara de niños y niñas “bien”, ávidos de baile y licor, de pasarla bien, de conocer gente, de descansar del trabajo de la semana. Mis amigos y yo estamos desempleados, así que la rumba nos hace descansar del descanso.

La música sube de tono. ¿93 mil la botella de vodka? ¡Por Dios, hay que encontrar trabajo rápido! ¡qué más da, comprémosla, somos muchos! Listo. Vasito en mano, y baile consuetudinario. Mis amigos, los costeños, bailan porque sí y porque no, así que salir con ellos es baile asegurado. Y eso sí, somos muchas las chicas. Miras a cualquier lado y hay algún tipo viéndote fijamente como si se le hubiese perdido una igualita a ti. A mí desafortunadamente siempre me saca a bailar algún desconocido, y -para más señas- éste debe tener siempre al menos 1 año menos que yo. Nunca más que eso…todo por aquello de que ¡vaca pequeña siempre es novilla! La situación me recuerda a Valencia, y cómo las rumbas tienen el matiz de fiesta de primaria, los hombres por un lado, las mujeres solas por el otro, las parejas contentas. Pero los hombres solos no sacan a bailar a las muchachas solteras, porque las valencianas tienen fama de cerradas y antipáticas.

Acá la cosa cambia, sacan a bailar a todas las mujeres solas. Pero casi nunca quien te saca a bailar te gusta ni un poco. Así que si decides bailar, es probable que ya no sonrías tanto como lo hacías antes, y que reces en silencio para que acabe la canción pronto. Y luego, te despidas con un inexpresivo “gracias”. De ahí en adelante esquivas la mirada del hombre toda la noche, para que no vuelva a intentar bailar contigo, recuerdas inevitablemente a tu ex novio, no con cariño, le reclamas mentalmente que no esté, y te refugias en la algarabía de tu grupo de amigos.

Y continua la fiesta. Baile, vodka, risas, y más baile. Y para los de mayor aguante, más vodka. Luego llega la hora de sacar a la gente. Empiezan a poner rancheras. Así como se oye, ya dieron las dos y media de la mañana y comienzan a correr a la gente con rancheras. En Valencia nos botan con música llanera. Pero acá la gente, a pesar de las rancheras, no se quiere ir. Cantan entonces al más puro estilo de Rocío Durcal, y continúan hasta que encienden las luces. Ya vemos a algunos tambaleantes rumberos, bajando con dificultad las escaleras para buscar sus chaquetas, bufandas, bolsos, y celulares, dejados en los lockers del lugar. Sí, porque con tanto frío afuera, la gente llega cubierta, pero en el lugar -entre el baile y el licor- no hay manera de permanecer abrigados.

Salimos del local… hay solo un rincón cercano que me recuerda a mi tierra, la Arepería Venezolana. No son tan buenas las arepas pero es lo más parecido al fin de la rumba en mi país. En Venezuela, al salir de la discoteca es casi un ritual buscar una arepería abierta, y comer los más suculentos rellenos envueltos en una gorda y apetitosa arepa. Los venezolanos que lean esto se preguntarán por qué demonios les hablo de una “arepería”, ya me dirán que me estoy colombianizando. Es que acá una arepera, es una mujer con tendencias homosexuales… la cachapera venezolana es la arepera colombiana.

Extrañamente hay quienes quieren comer en McDonalds a las 3 am para finalizar la noche con broche de oro norteamericano. El McDonalds, situado en el mismo parque de la 93, ha descubierto que tiene un nicho muy fuerte entre los rumberos bogotanos, y les esperan con sus hamburguesas y gaseosas (refrescos). Pero no ¡nada como una buena arepa a las 3 de la mañana! Hay cosas que ni se cambian, ni se olvidan.

Hay también quienes acostumbran a comerse su perro caliente en J y R, y a ellos los comprendo más que a los Mcdonaleros. Me hacen añorar nuestro Mañongo valenciano, lugar paradisíaco, muy cercano al tercer mundo. Hay quienes no admiten que les gusta Mañongo, para no parecer ordinarios, pero sé que en el fondo les gusta. Es que allí está todo lo que queremos, desde música, DVDS, pasando por helados y frutas del local colombiano “Del Frutas”, y por supuesto también hay sushi, parrilla, perros calientes, perros de la calle, hamburguesas, empanadas, crepes, y todas las exquisiteces a precio módico, todo dispuesto en tarantines, casitas, o locales estéticamente incorrectos. Siempre nos abstenemos de la variada oferta gastronómica los de estómagos más débiles. Pero acompañamos -con un poco de envidia- a quienes pueden darse este banquete a golpe de cuatro de la mañana.

El J y R cercano a Niza, es absurdamente surrealista. Se acercan unos tipos al carro y preguntan qué desea la gente. La pregunta, me explican los conocedores, se dirige a quienes disfrutan, aparte de los perros calientes, de marihuana o de algún psicotrópico. Lo más cumbre es que los policías se paran, no sé a qué, y no hacen nada. Se van. Hay droga, y los que aman las alucinaciones saben cómo surtirse.

Acá la comidita madrugadora se adelanta porque los locales cierran antes. Empieza el desfile de gente pidiendo taxis. Grupos de a cuatro se acercan a los taxistas que esperan a las afueras de los locales alrededor de la plaza. Y se alejan contentos de la fiesta sabatina.

Será el próximo fin de semana cuando visitemos algún barcito de Usaquén. Allá los sitios son más pequeños y menos “play”. Mejores, para quienes disfrutamos también del rock o de los grupos en vivo. No pude evitar acordarme de un célebre graffiti citadino: "Estudia hasta morir y serás un cadáver culto". Para los que me lo han preguntado...La respuesta es no, no sólo estudio en Bogotá.

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Nota: la imagen del pensador es tomada de www.blog.ya.com. La imagen de la bandera venezolana es de www.skycraperpage.com. Las fotografías de discotecas vienen de www.sadritooo.blogspot.es y de www.traviatacartagena.com. No me traje la cámara a Bogotá.

18 mayo 2007

CSI Bogotá

El día que lo mataron, el muerto estaba de suerte, de tres tiros que le dieron, no más uno era de muerte… Esta broma macabra mexicana vino a mi mente al recordar lo sucedido a pocos días de mudarme a Bogotá.

No fueron 3, sino 5 los tiros que le dieron, y no sé cuál de todos lo mató. Lo que sí sé es que fue un sicario que lo esperaba en una moto a las afueras del edificio. El ahora asesinado hombre, iba acompañado de unos amigos, cuando ocurrió el suceso.

Ese viernes, salí del edificio con Yorat, a las 10 pm. El carro rojo estaba estacionado en la puerta. Detrás de éste, nuestro taxi esperaba.

Fuimos a la Macarena, al nuevo y conocido restaurante “En Obra”. Comimos, tomamos algo, y luego, un apunte de conciencia de mi amiga (“mañana tienes clase a las 7 am”) nos hizo volver temprano a casa.

Al llegar, a las 12 pm, cual escena de CSI, toda la parte externa del edificio -incluyendo la calle- estaba rodeada de cinta amarilla indicando “NO PASAR”. En el centro de la vía un vehículo de la policía estaba estacionado justo al lado del carro rojo. Éste ahora se encontraba atravesado diagonalmente en la vía. Probablemente cuando el hombre recibió los disparos, ya estaba dentro del carro a punto de arrancar.

Hay noches de la ciudad que pueden ser muy oscuras.
Los policías no nos dejaban entrar al edificio, y de los cerros vecinos bajaba gente haciendo chistes de lo sucedido.

Vetados para entrar por la cinta amarilla y la reticencia de los 3 policías que hacían preguntas a los acompañantes del occiso en el momento del asesinato, diez residentes, algunos nuevos, sólo queríamos entrar al edificio. Mirábamos recelosos cómo los acompañantes daban respuestas parcas de lo acontecido. Y dudábamos. Dudábamos de ellos y de lo que podría pasar luego. Especulábamos sobre la próxima arremetida. Y estoy segura de que apartando el humor negro y la risa fácil que esconde el temor a la incertidumbre, muchos como yo, rezaban internamente. O se cuestionaban la decisión de vivir en este lugar.

Como la función debe continuar, al otro día había un cartel pegado en la puerta del edificio con el siempre apetecido mensaje de “Se alquila apartamento”. Se arrendaba el apartamento en el que un hombre vivió hasta que fue interceptado saliendo, hasta que fue amonestado por un sicario que siguió un mandato de alguien que se tomó la justicia por sus manos y pagó para que se hiciera su voluntad.

Nos esteramos, días más tarde, del destino de aquel sicario. Fue arrestado en la séptima, cuando huyendo en su moto luego de matar al hombre, se atravesó a un vehículo produciendo una colisión. La policía inmediatamente llegó al lugar y apresó al segundo malhechor. El primero, el autor intelectual del hecho, sigue libre. Así funciona la espiral de violencia.

Mi amiga, partía a Venezuela, asustada, pensando que me quedaba en el más ruin y turbio espacio del planeta. Me dejó un rosario y salió corriendo al aeropuerto.
El suceso ahora es parte del anecdotario. Un chico del posgrado siempre me pregunta “si no han aparecido más muñecos” en mi edificio. Otros me comentan que historias así siempre ocurren a los extranjeros. Lo cierto es que esta ya lejana noche fue parte de mi bienvenida. Bizarra, propia de un capítulo de CSI Bogotá.
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13 mayo 2007

De la 45 a Niza

- Tengo que tomar un taxi rápido. A ver… éste no. Éste va lleno. ¡Nooo! este señor tiene pinta de pocos amigos. ¡Éste!

Hago la seña de parar al taxi, y el conductor se estaciona rápido cerca del andén. Entro al carro y enseguida pregunta “para dónde señorita”

- Buenas tardes señor, ¿me lleva a Niza?

- Sí, ¿cómo no?, a qué dirección

- Eso es a dos cuadras de la iglesia de los mormones, ¿sabe?, allí, en dirección al Boulevard Niza, donde hay unos edificios bonitos grises con rojo.

El taxista -conciente de manera inmediata de que conduce en su auto a una extranjera- reformula la pregunta “Sí eso es en la calle 127 ¿con qué?”

Luego de cinco meses en Bogotá, aún sigo dando direcciones al estilo valenciano. Caigo en cuenta… la dirección se da con números ¡Qué despistada!

- Señor a la calle 127 con carrera 51ª, por favor.

Luego de la común elección de ruta, entre las opciones disponibles (que si nos vamos por la autopista, que por la séptima, que podemos bajar por la 72) y señalándome que mi acento delata que no soy de aquí (sumado a mi atropellada petición de dirección) el señor taxista comienza a relatar que él tampoco es de Bogotá, que él viene de los pueblos cercanos, y allá el trabajo no abundaba para la época en que se vino.

Cuando llegó a la ciudad –hace 20 años- decidió trabajar en fábricas diversas, primero en la industria del calzado, luego en una ensambladora de vehículos, hasta que un día conoció a alguien que le ofreció ser taxista.

-La cosa no estaba fácil y ser taxista siempre ha dado buen dinero señorita, así que me metí en esto.

Poco a poco se da la conversación, él quiere contar eventos de su vida, hay tiempo suficiente y probablemente ha escuchado más historias de las que comúnmente relata, así que decide hablar pausadamente de su trayectoria como chofer de taxis.

- Manejar un taxi da dinero, uno sale en la mañana, y no es sino llevar a un pasajero para hacerse de 2.800 pesos, y si uno sigue y tiene un buen día, puede llegar a hacer unos 40 mil, así que -sin duda- uno puede llevar el pan a la casa.
Yo he escuchado más cosas de las que quisiera. La gente siempre habla mientras yo conduzco callado, a veces incluso me piden opinión para algún dilema que tienen, y me convierto en psicólogo mientras manejo. En veinte años he visto de todo en este taxi.

El señor continua “una vez se montó una niña de unos 14 años diciéndome que sus padres se habían separado y su mamá vivía en Bucaramanga, y ella estaba desesperada por volver con su mamá, pero no tenía dinero para hacerlo, así que empezó a decirme que ella estaría dispuesta a lo que fuese para encontrar el dinero. Imagínese, dispuesta a lo que fuese” señaló impresionado. “Yo simplemente le pude decir que por qué no se sacaba algo de la casa de su papá, no sé, algo de valor, un grabador, algo que pudiese empeñar, pero que no dijera esas cosas. Es terrible ver cómo la juventud está tan perdida”.

El conductor se enternece, apunta que es padre, y que esas situaciones que ha visto en su taxi le preocupan mucho, él no sabe como la gente no se da cuenta de lo que ocurre a sus hijos. Parece entristecerse por lo que decido cambiarle un poco el tema. Le pregunto si conoce toda Bogotá, si recorre toda la ciudad o ciertas partes y enfatiza “a Bogotá sólo la recorro del centro al norte, trato de no meterme para el sur, porque no entiendo casi sus direcciones, y es más peligroso. Si alguien quiere ir al sur, le advierto que si no conoce la dirección es mejor que tome otro taxi, o de lo contrario es seguro que me perderé”

El taxista, de unos 40 años, de cabello medianamente canoso y voz agradable, parece muy cómodo contando los detalles de su carrera conduciendo el vehículo amarillo, que de un tiempo para acá es propio. Quiere decir cosas que recuerda, y sonriente me pregunta ¿sabes cuál ha sido la mejor época?

- ¿Cuál época fue esa?

- Pues la del narcotráfico.

La conversación toma un giro repentino…

- ¿Eso fue como hasta qué año señor?

- Eso fue como hasta 1996, desde mitad de los 80´s, fue una época inolvidable, había mucho dinero en la calle. Se montaba una gente al taxi y me pedía que los llevara a las afueras de la ciudad, que apagara el taxímetro porque me iban a dar buena plata. Y así hacía yo. Apagaba el taxímetro y cumplía la petición. Siempre daban unas propinas increíbles. A veces me pedían que los llevara cerca, al norte, pero que esperara en el taxi, y cuando yo cobraba lo que correspondía al kilometraje, me decían, tranquilo hombre, guarde el cambio ¡y era un cambio absurdo, de veinte mil pesos más! Esos fueron buenos tiempos para uno.

- ¿Y no le daba miedo señor, verse en algún momento raro, en un fuego cruzado?



- No, no, no -responde seguro- eso no ocurría, más bien uno lo que veía era niñas lindas que acompañaban a los traquetos a sus fiestas en las fincas, a las afueras de la ciudad, y uno conducía nada más, y esperaba a que la fiesta terminara, y los llevaba de vuelta. Eso era todo, y siempre volvía a casa con mucho dinero, porque en ese tiempo, ese era un gran negocio, ya no es así, esos eran los tiempos del dinero corriendo a manos llenas, señorita.

- ¿Y cuál es su mejor anécdota como conductor? le pregunto

Sin chistar responde rápidamente “fue cuando se subieron dos jóvenes al taxi, un día del amor y la amistad, yo iba a trabajar nada más hasta el mediodía, porque tenía a mi novia y quería llevarla a almorzar, pero los jóvenes me pidieron que los llevara a unas aguas termales que quedan cerca, que los llevara y los esperara, que ellos me pagaban almuerzo y demás, yo les insistí que no podía, pero al ver que ellos pagarían bien, entonces decidí que celebraba al otro día con mi novia”.

El conductor continua el relato, “los llevé a las aguas termales, ellos me pagaron el almuerzo, y los esperé en el taxi. Cuando salieron, ya eran las 5 de la tarde, como esa zona es alejada de la ciudad insistí en que ya era hora de partir, y ellos aceptaron. En el camino, la joven empezó a sentirse mal, decía que parara en cualquier lugar, que algo de la comida no le había caído bien, pero estaba oscuro y yo les pedí que se esperaran. Fue cuando pasábamos más o menos por el Externado de Bogotá que paré el vehículo a orillas de la carretera. La muchacha bajó y se metió hacia el monte. Al ratico, el novio bajó para acompañarla. Yo esperé en el taxi, y se demoraban, pero me daba pena bajar a verlos, porque no sabía en qué andaban, ya que era el día del amor y la amistad y no sabía si estaban en algo, pero al pasar los veinte minutos bajé, y cuando fui al sitio, ya no había nadie, ¡se habían fugado!, y me quedé sin el dinero de la larga carrera del día, y sin celebrar con mi novia que estaba furiosa ya para esa hora, y se iba a poner más molesta sabiendo que no celebré con ella por andar esperando que una gente me estafara"

Reímos juntos de su anécdota, y fue cuando llegamos a mi destino. Bajé del auto, sabiendo que esta historia bien podía contarse.
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Nota: todas las imágenes son tomadas de internet. La que corresponde a Pablo Escobar es un cuadro que se expone en www.artelista.com

12 mayo 2007

15° centígrados de amores y desventuras capitalinos




En esta fría ciudad, y quizás precisamente por eso, el amor se da expresivo y dichoso. Parece una conducta regulada por la Ley de Manifestaciones de Afecto, emanada del Ministerio de la Empatía y las Buenas Costumbres. Para no ser penados por la justicia, la gente regala el amor abiertamente, sin reparos. En la calle, en las plazas, a pleno sol, en la noche fría, en el centro, en el transmilenio, en la universidad, más allá o más acá, sólo se ven ojos enamorados…los de ella, los de él, los de todo el que tiene pareja y se manifiesta el cariño profundo con las clásicas agarradas de mano, los fuertes y emotivos abrazos, los besos franceses-bogotanos, y las caricias escondidas siempre evidentes…

Siendo de tierras cálidas, lo primero que me pegó fue el frío de la ciudad, y pregunté indiscretamente a mis amigos más cercanos, cómo demonios la gente, por ejemplo, hacía el amor, cómo se desnudaban con este frío que hiela la piel y el cerebro de un solo tiro, al quitarse la ropa. Por supuesto, las teorías se centraban en que el deseo lo puede todo, siempre sirve usar medias, la cobija es básica, la bañera no es un buen lugar, entre otros detalles técnicos del asunto. Viendo la emotividad de las parejas de enamorados de cualquier edad, en cada recodo citadino, mi modesta teoría es que mientras se tenga pareja, la gente no deja que el frío llegue. No hay manera. Entre tanto apretón indiscreto, las miradas lujuriosas, los besos fortuitos y esperados, la temperatura debe mantenerse. Siendo ésta la premisa, las notables expresiones de amor pueden deberse al instinto de supervivencia, o quizás, a un efecto acelerador del frío sobre la dopamina, afectando la química cerebral…

Mientras en Valencia es posible que un policía impertinente, probablemente sin novia, te saque un silbato en una feria de comida de algún centro comercial citadino, debido a un beso medianamente subido de tono, pidiéndote respetar el Manual de Carreño o la Ordenanza Municipal, acá no hay silbatos posibles que distraigan a los amantes de su tarea, felizmente realizada, sin culpas ni resquemores.

Las pruebas saltan a la vista. En la conocida hamburguesería de El Corral, una chica con aire de intelectual reposa feliz en las piernas de su novio, esperando realizar su pedido, no muy concentrada en la hamburguesa que comerá. Deja de besarlo apresurada al llegar su turno de ordenar, se levanta elegante hacia la caja, detalla las especificaciones de su hamburguesa y, posteriormente, vuelve a su lugar y continua con su esmerada actividad.

A la salida, en una esquina de la avenida Pepe Sierra, una pareja de adultos, como diría un amigo, bastante adultos, camina de la mano esperando el taxi que los llevará de vuelta a su hogar. Y más allá, dos chicos juguetean verbalmente con aquello de: “te quiero chiquita, no, yo más, no, yo más a tí, no…. yo te quiero como al mundo” en ese interminable madejo de frases sin fin, todas tendientes a cuantificar el amor que se tienen el uno al otro. Y aunque de seguro todos hemos jugado a eso alguna vez, acá es mucho más frecuente, y es muy fácil que nos enteremos, a pesar del tono bajito que usan los bogotanos para hablar de cualquier tema.

Venezuela no es el país más puritano del mundo, ni se acerca a ello, y Valencia, menos aún, con su hilera de moteles en fila india alrededor de la ciudad. Pero el amor no se ve con abrumador y envidiable desparpajo. Sabes que la gente se quiere porque se toma de la mano, se acaricia con modestia, se llama con apelativos como gordo o corazón, y sus correspondientes gordita y muñeca, se besa apresurada, viendo a los lados, y a veces no responden el teléfono un viernes o un sábado por la noche. Uno sabe que se quieren, eso es todo, pero las manifestaciones de afecto más profundas tienden a ser en privado, y en el terreno de lo público, aunque no se quiera, hay una manía colectiva de cuidarse del señor policía del silbato, o de la vecina mirona, o de quienes dicen “por favor, no coman frente a los pobres”. Es como estar en el Truman Show, donde siempre te están viendo, no importa quién, pero alguien que quién sabe por qué no debería ver.

De vuelta a la tierra fría, frente a este divertido fenómeno del amor sin tregua, hay también quienes no lo han encontrado, lo saben presente, pero no les pertenece. Es común, en los temas de baño, entre clase y clase de la universidad, escuchar la casi universal queja de las chicas que insisten en su hipótesis de que “no hay hombres”. Una joven completa su análisis: “los que hay tienen novia, están casados, o son gays”. Y obviamente, frente a las explícitas muestras de cariño, esta queja se agudiza. Es casi una prerrogativa aquello de “quiero un novioooo”. O
tras -más osadas- estiman que se conformarían con un "tinieblo" (dícese de quien no llega a novio aunque cumpla ciertas de sus funciones) y otras más materialistas, quisieran tan sólo un "marrano" (aquel que aunque tampoco sea considerado novio, pueda pagar los gastos de salida, y tenga como mínimo un automóvil).

Así que el panorama se va completando. Obviamente, no sólo de amores felices está llena Bogotá. También los hay signados por el estrés, la rutina, la incomprensión o la soledad. Los hay platónicos, inexistentes, amargos, olvidados u oscuros. Lo cierto es que el tema del amor es recurrente, porque, aquí quien ama a alguien, transmite sus sentimientos sin tapujos (y para qué tenerlos) sin importar dónde, ni cuándo. Otros presumen de su relación o pretenden mejorarla a fuerza de análisis en mesas redondas de discusión con los amigos. Y junto a ellos, están quienes buscan alguien a quien querer, sin éxito, deseando que esta persona aparezca desde que despiertan hasta el fin de sus jornadas. Muchas veces se sienten disminuidos porque no conciben que en una ciudad tan grande no exista alguien con quien compartir valores, tiempo, afinidades, risas, besos, y proyectos.
Ante estos argumentos largamente escuchados, una amiga en estos días me comentaba su apreciación, me dijo "si el amor no está en Bogotá, la gente debe saber que quizás está en Bucaramanga, y si no está ahí, está en Caracas, si no, pues está en París, o en Madrid, o en Roma, sólo hay que salir y ver". Es probable que lo que me dice sea cierto, que el amor siempre nos esté esperando en el momento justo, para que volteemos la mirada y nos lo encontremos de frente, plácido, sincero, generoso y -ojalá- muy cercano a la felicidad.

04 mayo 2007

Confesiones gramaticales


A mí me cuesta escribir. Primero está el problema con las comas. Tengo una amiga-hermana, que -para más señas- es también periodista y escribe divinamente, y que siempre me ha instado a que reconozca mi conflicto gramatical y trabaje por solventarlo. Admití, con resistencia, que la gramática es una suerte de enigma para mí, pero me alejé de la solución. En vez de seguir practicando, me abstraje del tema de la escritura, abocándome con más ahínco al que siempre he considerado mi fuerte, la expresión oral. Con el paso del tiempo dejé mi zona de comodidad, constituida por las radios en las que trabajé, y me quedé en silencio, con muchas ganas de escribir, pero paralizada ante el temor de seguir sin entender el equilibrio que debe existir en la ubicación de los signos de puntuación en el texto.

Sí, lo sé, no es una confesión propia de ningún periodista, ni la que se espera de quien desea escribir -algún día- en un medio de comunicación impreso, pero, lo admito, las comas no son lo mío. Por lo pronto, trato de reconciliarme con el hábito de contar historias. Lo tenía de niña, cuando escribía aún sin importarme el tema de las comas, pues ni sabía que existía la gramática. Por supuesto eran historias locas, que sólo los niños pueden escribir. Cuentos sobre, por ejemplo, una niña que un día se puso a contar caracoles en un cuarto de jazmín. Decía algo como: “las flores que allí había tenían cara de muñecas, había peluches muy lindos, osos perros y paticos, unas flores muy bonitas como son las margaritas, y el calor que le brindaban las cobijitas de lana. Había colores claros, oscuros e intermedios que convertían la alcoba en un jardín de misterio”. Ese poema, era sobre mi habitación, y la niña era yo. Ahora irremediablemente lo asocio con la canción Lucy and the sky with diamonds, por lo de los colores del video y sus supuestas conexiones con el LSD.

Escribía, y los más esperanzados -mis padres y amigos cercanos de la familia- elogiaban mis edulcorados poemas. Era aquel tiempo en que, como lo dice Benedetti en “Mucho más grave”, uno dice cosas adultas y solemnes, y los solemnes adultos las celebran. Junto a mi madre y madrina, compusimos la poesía que sellaría el recuerdo de mi primera fractura de brazo. A continuación incluyo algunos fragmentos:

I
En el caballo de Core
yo no me vuelvo a montar
porque si lo vuelvo a hacer
me puedo hasta reventar

II
por montarme a pleno pelo
me caí y no me gustó
me rompí mi frágil hueso
y qué horrible me quedó

III
mis pobres padres corriendo
me buscaron un doctor
muy serio el galeno dijo
ese hueso se rompió

IV
Que le saquen el electro
que le tomen la tensión
que llamen al camillero
para empezar la función

El fin del poema no lo recuerdo, pero sí vívidamente la caída del caballo, y el yeso que llevé orgullosa durante dos largos meses, con firmas de mis compañeros por todas partes. Mamá lo lavaba con cuidado porque decía que no se veía lindo, ni femenino, pero, para mis ojos, era un signo inequívoco de valentía, y las firmas y dibujos en desorden, eran fabulosas muestras de cariño, aunque pareciesen graffitis urbanos. Era la niña que a sus escasos siete años se había caído del caballo. Era, en resumen, casi una amazona.

Me gustaba escribir porque además vivía junto al mar. Para mí, el campamento petrolero de Pequiven era lo más cercano al paraíso, y escribir no podía ser sino una manera de contárselo a los demás. Podría decir muchas cosas de aquellos tiempos en los que pasear bicicleta parecía una razón de vida, y la urbanización de algo más de 50 casas era el mundo disponible a recorrer, con sus montañas intrincadas (pequeños montículos de tierra), grandes avenidas pavimentadas (las aceras más bonitas), y zonas peligrosas decretadas por los padres (todo aquello que no pertenecía a la urbanización).

Podíamos pasar horas enteras bajando uvas de playa de los árboles, y pretender hacer con ello vino con nuestras mamás. Tuvimos una casa en el árbol color rosado, que luego fue derrumbada pues a la directiva de la urbanización le pareció que esa construcción idílica estaba contribuyendo a “ranchificar” la imagen del campamento. Eran famosas -entre mis compañeros de quinto grado de primaria- las tardes de cazar mariposas en los jardines para luego enviarlas de nuevo al vuelo, como respuesta al discurso ecológico que nuestros padres hacían al vernos llegar con, al menos, dos contenedores de vidrio llenos de diminutas mariposas amarillas luchando por escapar.



En ese tiempo surgieron además las clases para lo que fuese: tenis para que los niños se ejerciten, karate para que se aprendan a defender, natación porque el mar está cerca, pintura y música para que se expresen, ajedrez para que piensen. De estos privilegios muy pocos sacamos partido. Al menos yo disfrutaba más los paseos en bicicleta, con sus momentos esperados, como la llegaba del camión de la fumigación, que lanzaba pesticida para los zancudos en una enorme nube blanca. Pasear entre ese cielo químico y maloliente era el momento más anhelado de la tarde. No nos importaba que nuestros alarmados padres nos alertaran acerca de los problemas respiratorios que esa acción irresponsable traería a nuestras vidas. Así de bucólica, rupestre, descomplicada y animosa, fue mi infancia.

Quería escribir sobre mi intermitente hábito de la escritura, y de repente me tomó por asalto la nostalgia.
Nota: las imágenes son tomadas de diversos sitios de internet.

03 mayo 2007

Honor a quien honor merece


En Venezuela, desde hace varios años un grupo de fotógrafos se ha tomado –literalmente- las ciudades más importantes del país. Amateurs y profesionales decidieron retratar los espacios de encuentro de las ciudades, los sitios con los que cada uno de nosotros dialoga diariamente. Es así como en el año 2004 se forma la exposición Caracas, Ciudad Compartida, una muestra que reunió los trabajos de Yasmildy Córdova, Alejandro Toro, María José Urribarri, Gil Antonio Montaño, Aaron Sosa, Jean Piero Flores, María Graciela López, Jorge Bulhosa, Miglangel Bompart, Luis Duarte, Angélica Colmenares y Yojan Medina. La idea central era responder a través de las imágenes a algunas interrogantes: ¿Cómo compartimos en la ciudad? ¿Ésta es más que un espacio físico? ¿Cómo son sus ciudadanos?.

En el año 2004 tuve la oportunidad de participar en la toma de mi ciudad natal: Valencia. Aproximadamente 35 personas nos paseamos durante todo un día por sus calles, avenidas, parques, cafés y monumentos. En ese tiempo asistía a clases en el Taller de Fotografía Roberto Mata y muchos estudiantes fuimos al evento. Era emocionante para todos la tarea de contar la historia de nuestra ciudad, hablar de sus curiosidades y rasgos especiales, usando para ello nuestra cámara fotográfica. Dos años más tarde, la joven fotógrafa Graciela López nos llamaba para que copiáramos las tres imágenes que eligiéramos exponer en el Ateneo de Valencia, y así fue. Valencia, Ciudad Compartida, fue mi primera exposición fotográfica, y la única que tengo en mi haber. La experiencia fue fascinante, sobre todo por la diversidad de imágenes, contenidos, y concepciones de nuestra ciudad que logramos condensar en la muestra. Valencia, lució -desde nuestra subjetiva manera de verla- como una ciudad donde habitan niños, jóvenes, adultos y ancianos que viven y comulgan entre el pavimento, los parques, las iglesias, las plazas, frente a obras arquitectónicas, en la noche, durante el trabajo, en la indigencia, casi siempre en compañía, unos más felices, y otros menos. Definitivamente una ciudad de matices que sólo el que mira con detenimiento puede observar en el espacio que nos cobija a diario.

De toda esta experiencia surge este blog, Bogotá, Ciudad Compartida. Me encantaría que todos mis compañeros en aquella toma de Valencia, y quienes han ido de extremo a extremo recorriendo a Venezuela, contando cómo son nuestras ciudades, pudiesen venir y seguir relatando con las imágenes como son otros espacios de encuentro en el mundo. A todos ellos va mi agradecimiento y una invitación a seguir mirando -desde esa óptica íntima- todo cuanto nos rodea.

Nota: las fotografías de Caracas y Valencia no corresponden a la exposición de fotografía. Son tomadas de diversos sitios de Internet. La foto de la Plaza Bolívar de Bogotá es cortesía de Yoratzih Gaester, tomada en su viaje a la ciudad en febrero de 2007